HOMILÍA DEL CARDENAL OMELLA CORPUS 2023
El pasado jueves 8 de junio el Cardenal Juan José Omella visitaba la ciudad de Daroca para celebrar la fiesta grande del Corpus en esta ciudad Eucarística, custodia viva del milagro de los Sagrados Corporales. Os compartimos su homilía:
- Saludo en primer lugar a Mons. Carlos Escribano, arzobispo de Zaragoza,
- Saludo cordialmente al párroco y a los sacerdotes,
- Un saludo cordial para el Alcalde y la Corporación Municipal,
- Para la Cofradía de los Corporales,
- Para los peregrinos de Luchente y de Carboneras,
- Para todos vosotros, queridos hermanos y amigos de Daroca y de los pueblos de la comarca,
No puedo empezar mi homilía sin recordar los años que pasé aquí en esta hermosa ciudad de Daroca y los pueblos de la comarca. Aquí llegamos, recién ordenados, tres jóvenes curas: José Alegre, Edilio Mosteo y yo. Vivíamos en Daroca y atendíamos 15 pueblos. Posteriormente también se añadió Antonio Anglés. El Párroco era Don Marcos Gil y el coadjutor, Don Jesús Aladrén. El estar hoy aquí me trae unos hermosos y felices recuerdos.
Y aquí, queridos hermanos, aprendimos a admirar el gran milagro de los Corporales, ese milagro que vosotros veneráis y conserváis con tanto celo y con tanto orgullo. Daroca es la ciudad de los Corporales. La historia la conocéis de sobra y, por eso, no voy a repetirla.
Voy a centrarme en el gran misterio de la Eucaristía. Misterio entrañable. Misterio que es fuente y cima de la vida cristiana. No podemos vivir sin la Eucaristía. Así lo confirmaron con sus vidas los mártires de Abitinia, en tiempos del emperador Diocleciano.
I. EL PAN DE VIDA ETERNA
La fiesta del Corpus nos invita a profundizar en el inmenso amor de Dios por el ser humano, un amor que le ha llevado a quedarse sacramentalmente presente entre nosotros, bajo las especies del pan y del vino, hasta el final de los tiempos. Agradezcamos, de entrada, el amor de Aquel que, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”[1].
En unión con toda la Iglesia, hoy volvemos nuestros ojos a la Sagrada Eucaristía, hacia ese Jesús que decidió quedarse en el Sagrario para ser nuestro alimento, nuestra fortaleza, para dar sentido a toda nuestra vida. Cuando durante la plegaria eucarística el sacerdote pronuncia en el altar las palabras de la Consagración, “tomad y comed todos de Él”, tiene lugar el mayor misterio, el mayor milagro que se puede dar entre los hombres. El pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
La respuesta que se espera de nosotros ante esta maravilla no puede ser otra que la adoración, a la que añadimos todos los detalles de cariño que el amor nos dicte. Y junto con la adoración, un deseo muy grande de comulgar, de dejar que la vida de Cristo entre en nosotros y nos transforme hacia una vida de entrega a Dios y a los hermanos. Decimos sí a querer vivir como Él y recibimos la fuerza para hacerlo realidad. Queremos ser mensajeros de esperanza, sanadores de enfermedades espirituales y promotores de la comunión.
Tanto en la Misa, como cuando miramos la Sagrada Hostia expuesta en la custodia o cuando la adoramos escondida en el Sagrario o la veneramos en los Sagrados Corporales, reavivamos nuestra fe, acogemos y contemplamos la nueva vida que hemos recibido de Cristo, y agradecemos el inmenso amor con el que Dios nos quiere colmar desde ahora y para toda la eternidad. En cada uno de esos momentos escuchamos al Padre que nos dice: “Tu eres mi Hijo el amado; en ti me complazco”[2]. Y escuchemos también al Hijo diciéndonos: todo esto lo he sufrido por ti, para redimirte y regalarte el amor que dé sentido a tu existencia y la vida eterna que la colme.
Por eso entiendo muy bien a los mártires de Abitinia cuando decían ante el gobernador, en tiempos del emperador Diocleciano, que “no podemos vivir sin el domingo”, sin la Eucaristía.
II. LA EUCARISTÍA NOS LLEVA A LA UNIDAD
Dice el Concilio Vaticano II que “la unidad de los fieles que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico”[3]. La unidad de todo el cuerpo de la Iglesia se realiza porque todos los fieles – ministros ordenados, laicos y religiosos – reciben el mismo pan eucarístico, el mismo Espíritu Santo, la misma vida, la identificación con el mismo Cristo. La Eucaristía hace a la Iglesia, y tanto es así que los bautizados, aun esparcidos por todo el mundo, tienen un mismo sentir y un mismo pensar. El cristiano, a través de la Eucaristía, adquiere conciencia de pertenecer a la Iglesia, de ser Iglesia, que nada ni nadie le puede arrebatar. Lo diré de otro modo: “una espiritualidad verdaderamente eucarística es siempre una espiritualidad de la comunión”[4].
¿Vivimos la comunión? ¿Acogemos en la Eucaristía esta gracia para nuestras vidas? ¿Trabajamos por ser instrumentos de comunión o de división y enfrentamiento?
III. LA EUCARISTÍA NOS ABRE A LOS HERMANOS
La presencia sacramental de Jesucristo entre nosotros nos conduce a la mutua ayuda, a pensar en los demás, a estar pendientes de los que nos rodean, especialmente de los más necesitados. Para recibir eficazmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo hemos de reconocerlo a Él en nuestros hermanos más frágiles y que más sufren: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”[5].
La fiesta de hoy nos habla del amor al prójimo que, además de un mandato, es una respuesta y una correspondencia al amor de Dios por cada uno de nosotros. Así fue la existencia de Jesucristo Nuestro Señor, en continua comunión con Dios y, a la vez, volcado en el prójimo, especialmente en el que se queda al margen. Por ello, el amor al prójimo y, sobre todo, al más vulnerable, se perfila como el modo de imitar a Jesucristo, que nos amó hasta el extremo. No es posible amar más ni mejor.
En este sentido, se preguntará san Juan Crisóstomo: “¿Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano? Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aun así, no te has hecho más misericordioso”[6].
Seguro que todos nosotros hemos oído reflexiones como las que siguen: “La acción de los misioneros y de las ONG en África es inútil como una gota de agua en un mar de miseria. Y puede que al final, a pesar de todo el esfuerzo, acaben matándolos”.
O esta otra: Un anciano acaricia cariñosamente las manos de su mujer. Como siempre lo ha hecho. Lo hace también ahora que ella es víctima del Alzheimer, la mira a los ojos, los de ella, ausentes, dementes; los de él, húmedos.Alguien le dice: “Es inútil que pierdas tantas horas. No se entera de nada. Deberías distraerte. Lo digo por tu bien…”.
Otra reflexión: Una estudiante universitaria visitó un orfanato en Bolivia. Le robó el corazón. Ahora, casada y con hijos ha vuelto a visitar aquel orfanato. Se ha encontrado con un recién nacido con un defecto físico. Lo ha adoptado. Alguien ha comentado: “Qué tonta. Si quería adoptar un niño, podía haberlo escogido sano”.
En una Pascua de aquellos años en que Poncio Pilatos gobernaba Judea, en Jerusalén, un tal Jesús de Nazaret muere colgado de una cruz. Una muerte inútil, a juicio de todo el mundo.
Amigos y amigas: La acción “inútil” de los misioneros y de las ONG sigue siendo necesaria; el amor “inútil” es más poderoso que cualquier enfermedad; la bondad “inútil” de una nueva madre es más fuerte que toda lógica; la muerte “inútil” de Jesús nos da la vida. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”[7].
El verdadero amor al prójimo es la consecuencia de contemplar y recibir la Eucaristía desde la visión profunda de la fe: todos constituimos en Cristo un solo Cuerpo Místico. Hermanos, ese Cristo que contemplamos en la Eucaristía es el que encontramos en el rostro del hermano. Ojalá sepamos valorarle, amarle, servirle y cuidarle como si del mismo Cristo se tratase.
¡Feliz Fiesta del Corpus Christi!
+ Card. Juan José Omella
Arzobispo de Barcelona
[1] Jn 13,1.
[2] Lc 3, 22.
[3] Lumen Gentium, 3
[4] Novo milennio ineunte, 43
[5] Mt 25, 40
[6] San Juan Crisóstomo. Homilía a 1 Co 27,4
[7] Jn 12, 24